Texto: Meritxell Rigol / Imágenes: Associació Catalana per la Pau
No sabes muy bien quién es quien firma aquel papel. Muchas veces, no tienes claro de dónde sale. Pero, sea como sea, lo que te llega es ni más ni menos que una amenaza de muerte. “Te quedas con el cuerpo lleno de incertezas”, sintetiza Luz Dary Núñez, una joven excombatiente de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) residente en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) Darío Gutiérrez (departamento del Meta). Este espacio es una de las veinte zonas planteadas para facilitar el tránsito a la vida civil de miles de miembros de la que fue la guerrilla más grande de Colombia, hasta la firma de los acuerdos de paz con el Estado, ahora hace cuatro años. Un punto y aparte en el conflicto armado que ha marcado el país durante medio siglo, pero que, a la vez, no consigue ser un punto y aparte por lo que hace a la violencia generalizada.
Las personas excombatientes asesinadas desde la firma de los acuerdos superan las 200. Según reconoce la ONU, buena parte de los ataques tienen detrás a grupos vinculados al narcotráfico y actividades como la minería ilegal. Además de las amenazas y los atentados que no quedan atrás, la falta de oportunidades y expectativas de futuro hace que sean cada vez más las excombatientes que han ido abandonando los ETCR.
La Associació Catalana per la Pau, activa desde hace veinte años con el apoyo a organizaciones colombianas defensoras de los derechos humanos y promotoras del proceso de paz en el país, ha denunciado la vuelta a las armas por parte de exmandos de las FARC como una “consecuencia directa de los reiterados incumplimientos del acuerdo de paz por parte del gobierno colombiano”, desde 2018, bajo la presidencia del conservador Iván Duque, discípulo político de Álvaro Uribe. Férreo opositor a la firma de la paz con las FARC, Uribe estaba encabezando el gobierno de Colombia [2002-2010] en el período en que tuvieron lugar los nombrados “falsos positivos”, uno de los capítulos más cruentos del conflicto. Miles de civiles fueron asesinados a manos del ejército y registrados como miembros de la guerrilla muertos en combate, a cambio de recompensas como dinero en metálico o días de vacaciones para los soldados de las unidades que realizaban los asesinatos.
“El hecho de que el país vivía en guerra ha sido una realidad negada durante muchos años, con el objetivo de implementar una política antiterrorista vulneradora de los derechos humanos de la población, especialmente en las zonas rurales”, denuncia Naya Parra, responsable de incidencia del Colectivo Sociojurídico Orlando Fals Borda (OFB), organización socia de la Associació Catalana per la Pau que trabaja por los derechos de las víctimas del conflicto en Colombia.
Haciendo balance del capítulo histórico abierto hace cuatro años, Parra destaca que, con la firma de los acuerdos, la FARC (sigla resignificada como Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común) se convirtiera en un partido político con voz en las instituciones para “expresar las propuestas para el país“. “Tenemos avances en participación política a través de la representación parlamentaria, pero al mismo tiempo hay más de 200 personas firmantes del acuerdo de paz que han sido asesinadas, un incumplimiento de las garantías para todas las personas que decidieron dejar las armas”, denuncia. A la vez, realza que el acuerdo haya permitido “debates de fondo”. “Durante mucho tiempo, todos los problemas del país se consideraban responsabilidad de las FARC; todo se relacionaba con las acciones de la guerrilla. Ahora ya no hay la excusa de siempre: la finalización del conflicto ha llevado a revisar hechos de corrupción”, remarca la portavoz del Colectivo OFB.
Las organizaciones defensoras de los derechos humanos coinciden en denunciar que la infradotación presupuestaria para implementar el acuerdo está siendo un tropiezo para construir la paz bajo el actual gobierno de extrema derecha y que, en la práctica, la pacificación del enorme territorio rural del país se mantiene solo sobre el papel. Son muy amplias las zonas de Colombia en que las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes continúan sobreviviendo en escenarios de violencia armada; territorios donde defender derechos colectivos frente a intereses privados implica, sistemáticamente, jugarse la vida.
Las otras armas
La retirada de 8.000 combatientes a raíz de los acuerdos de paz no ha eliminado el control armado de los territorios donde la guerrilla había establecido, de facto, un gobierno. El vacío que las FARC han dejado ha supuesto en la práctica una reestructuración de los actores armados, en muchos casos, grupos con intereses vinculados al comercio y transformación de cultivos de uso ilícito, la minería o la explotación de madera, que han ocupado territorios donde el Estado continúa ausente. “Ahora, en muchos lugares, la gente no tiene claro quiénes son los grupos armados que actúan en el territorio, pero sí que se sabe que en las zonas donde todo está más complicado hay grupos relacionados con el narcotráfico y que los paramilitares se han fortalecido, además de haber disidencia de las FARC”, resume Parra.
La reanudación de las armas por parte de excombatientes de las FARC intensifica el conflicto por el control de las regiones más remotas del país y “refuerza las posiciones políticas de la extrema derecha colombiana, que ha tratado de boicotear durante años el proceso para cerrar una guerra que ha supuesto, solo, una expresión de un conflicto más amplio: lo que implica la desigualdad en la distribución de la riqueza, la concentración de los medios de producción en pocas manos, la permanente violación de los derechos humanos, la impunidad de las Fuerzas Armadas y la corrupción del poder político”, lamenta Xavier Cutillas, presidente de la Associació Catalana per la Pau.
Según denuncia la entidad catalana, entre los incumplimientos del acuerdo, el escaso alcance de los proyectos productivos dirigidos a personas excombatientes es uno de los más peligrosos para el objetivo de una paz “estable y duradera“.
Por eso, considera prioritario fortalecer estas actividades de la mano de organizaciones locales. Es lo que hace en el ETCR Silver Vidal Mora (departamento del Chocó), donde impulsa una cooperativa dedicada a la producción de aceites esenciales, que se plantea como una vía de ingresos y de incorporación a la vida civil para sesenta familias del territorio. O en el ETCR Monterredondo, en el municipio de Miranda (departamento del Cauca), donde juntamente con la Fundació Solidaritat UB y la Universidad Javeriana de Cali da apoyo a un proyecto piscícola de cría y comercialización de tilapia.
La firma de la paz no ha blindado tampoco la seguridad de las personas lideresas sociales y defensoras de los derechos humanos. Son casi mil las asesinadas desde 2016. “Los que controlan los territorios se consideran propietarios de la vida de las personas y si tienen intereses y aparecen líderes y lideresas sociales reclamando los derechos de sus comunidades, exigiendo por ejemplo el cuidado del medio ambiente o que se cumpla el acuerdo de paz, se convierten en una amenaza para los intereses de los que quieren hacer negocio, de manera que se convierten en un objetivo”, explica Parra sobre el goteo incesante de asesinados.
Defender la vida, a costa de la propia
En mensaje de texto, en correos electrónicos, en panfletos, de viva voz… Les amenazas de muerte no cesaban. Edilberto Daza, tesorero de la Fundación de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario en el Oriente y Centro de Colombia (Fundación DHOC), dejó su casa, amenazado por paramilitares. Es una de las siete millones de personas víctimas de desplazamiento forzado que ha acumulado el conflicto colombiano, una cifra solo superada en los últimos años por la que ha dejado la guerra de Siria.
A pesar de alejarse de casa, Daza sufrió un secuestro y un atentado. Es en esta situación que vivió en Barcelona durante seis meses dentro del programa catalán de protección de defensores y defensoras de los derechos humanos. “Ya no tenía alternativa”, afirma.
Su experiencia no es excepcional. A principios de año, la ONU denunció el aumento de asesinatos de personas defensoras durante el 2019 en Colombia y pidió al gobierno de Duque un “extenuante esfuerzo” para prevenir los ataques e investigar “cada uno de los casos y llevar a juicio a los responsables”, para frenar lo que ha calificado de “ciclo endémico de violencia e impunidad”.
“El paramilitarismo tiene la mano puesta dentro de las fuerzas públicas”, afirma Libardo Zapata, líder del partido Unión Patriótica (UP) [brazo político de las FARC masacrado en los años 80 durante un intento de conseguir la paz] y excombatiente. “Si el Estado no interviene de manera firme, no nos dejará cumplir el proceso de paz”, añade.
“Aquí, una no sabe si confiar en las autoridades o no hacerlo, porque tenemos diversos casos en que la gente ha ido a la policía y se les ha recomendado que se queden callados porque pueden correr peligro por el hecho de denunciar”, asegura María Dolores Rivera, responsable de la Fundación DHOC.
En el caso de las mujeres lideresas sociales, amenazar a sus hijos e hijas y la violencia sexual devienen dos armas que se suman a las amenazas directas y a los atentados. “Agrediendo a las mujeres, que tienen el rol de cuidadoras de las familias y la comunidad, se multiplica el mal que se hace al tejido comunitario”, explica Parra.
Repartir la tierra, recordar y reparar
Otra de las paredes maestras de la paz que, incompleta, la hace tambalearse, es la reforma rural integral, “una redistribución de la tierra, que está en la raíz de los conflictos de Colombia”, describe Parra. “Los intereses de terratenientes, ganaderos y empresarios de cultivos extensivos han arrasado con los derechos de la población campesina y siempre será fácil para las organizaciones criminales instalar sus negocios en las zonas rurales si la gente no puede vivir del campo”, explica.
Para promover oportunidades, la Associació Catalana per la Pau da apoyo a asociaciones campesinas que desarrollan propuestas productivas. Actualmente, trabaja en la región del Magdalena Medio en el marco del proyecto Ecobúfalo Campesino, una cooperativa de producción y comercialización sostenible a pequeña escala de carne de búfala y derivados lácticos. “Es básico defender su derecho a la tierra y a la soberanía alimentaria”, reclama Cutillas.
En el estancamiento de la reforma agraria integral, hay que sumar la falta de solución concertada con las comunidades campesinas sobre la sustitución de los cultivos de uso ilícito, así como las limitaciones a la participación política en los territorios más afectados por el conflicto armado y las trabas impuestas a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), un mecanismo de justicia -dentro del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición creado con los acuerdos- que investiga y juzga a las personas participantes en el conflicto. Conforman un conjunto de incumplimientos de los acuerdos firmados el 2016 que, denuncia la organización catalana, “ponen de manifiesto la falta de voluntad política del actual gobierno en su compromiso para la paz”.
Si bien el establecimiento del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición ha reconocido la necesidad de asegurar los derechos de las familias de las víctimas de desaparición forzada y su participación en los mecanismos desarrollados -además de la JEP, la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas-, el Colectivo OFB detecta en la falta de recursos dedicados en estas instituciones una voluntad del gobierno colombiano de “buscar impunidad por los crímenes de Estado” y “que los militares implicados en graves violaciones de los derechos humanos y crímenes de guerra no expliquen quién estaba dando las órdenes”.
Con el apoyo de la Associació Catalana per la Pau, el Colectivo OFB hace más de diez años que trabaja en la búsqueda de personas desaparecidas durante el conflicto. Más de 100.000. “Acompañamos a miles de familias en el proceso de búsqueda, intentamos saber por qué desaparecieron y estemos reportando casos de ‘falsos positivos’, cometidos por el Ejército con el objetivo de atemorizar a la población allá donde había planes de consolidación militar”, explica Parra.
Desde Catalunya, a través de la Taula Catalana per la Pau i els Drets Humans a Colòmbia, decenas de entidades están atentas e inciden para favorecer la implementación y verificación de los mecanismos que establece el acuerdo de paz, a pesar de que, advierte Cutillas, “la solución al conflicto armado lo transciende”. “Requiere atención a las necesidades de la población, que es la interlocutora legítima y necesaria en la búsqueda de una paz que no llegará sin justicia social”, plantea el presidente de la entidad catalana, delante de un escenario en construcción que no ha removido aún las bases de la desigualdad extrema.
Este artículo se enmarca en la publicación Sobre Terreny Núm. 6 – Especial 30 aniversari.
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miércoles, 13 noviembre 2024